Que la actividad sanitaria puede entrar en conflicto con bienes jurídicos individuales de la mayor trascendencia es algo que comprobamos cotidianamente. Dejando al margen supuestos extraños de agresiones dolosas contra la vida, la salud, la libertad, la integridad moral, las intervenciones que se producen en este ámbito, a pesar de su orientación eminentemente curativa, no siempre alcanzan lamentablemente el éxito pretendido y, en ocasiones, acaban traduciéndose en eventos adversos, lo que suscita la necesidad de esclarecimiento de la posible responsabilidad, hasta en el plano penal, del profesional o, en su caso, de cada uno de los integrantes del equipo interviniente. Y es que, frente a lo que sucedía en épocas pretéritas, en las que el quehacer profesional era de corte fundamentalmente individualista, la actividad sanitaria se caracteriza en la actualidad por su desarrollo en estrecha colaboración por equipos que no pueden sino confiar en la competencia y buen hacer recíprocos, algo que no puede dejar de tenerse en cuenta a la hora de la exigencia de cualquier responsabilidad, y en consecuencia, también de la de naturaleza penal.
La realidad es, en todo caso, aún más compleja, pues el trabajo de los equipos sanitarios tiene lugar de manera creciente en el seno de las entidades y servicios integrados en las organizaciones sanitarias, cuyo funcionamiento adecuado se erige así en un presupuesto adicional para el aseguramiento de la respuesta apropiada que exige la garantía del derecho individual y colectivo a la salud. En estas circunstancias, habida cuenta de que el defecto de organización de la entidad sanitaria puede presentarse en ocasiones como un factor determinante del evento adverso producido, parece razonable que la depuración de responsabilidades no sólo tenga presente esta circunstancia para precisar mejor la responsabilidad individual, sino que pueda igualmente servir de base para la imputación a la propia entidad sanitaria involucrada.