La duda nos asalta. El gran fresco crístico de un proyecto común capaz de unificar la historia humana y el devenir cósmico, reconciliar al judaísmo y al cristianismo, llevando a buen termino la convergencia de las religiones, parece ilusorio. Jesús, arrebatado por Dios a la muerte, no ha hecho realidad el sueño profetico evocado en los himnos de las epístolas de la cautividad. El don de su Espíritu no ha eliminado las fracturas, de modo que las divisiones siguen activas y degeneran a menudo en hostilidad. ¿Acaso debemos desterrar de nuestro mundo la utopía de la unidad? Pero lo cierto es que dicha utopía es lo que mueve al ecumenismo, incita al debate con el judaísmo y acelera el diálogo interreligioso: no es, pues, algo inerte. ¿Habrá que renunciar al sentido global de la historia, que, de hecho, ha dinamizado la cultura occidental, demostrando su importancia? ¿Habrá que abandonar la intuición de una dirección única de la evolución universal? ¿No será la utopía de la unidad más que belleza vana o ficción necesaria para conjurar la desesperanza? ¿Es razonable, en este mundo de dispersión y violencia, reconocerle a Cristo resucitado la voluntad de unificar lo que no deja de fragmentarse? ¿No significará eso atribuirle un deseo prematuro? Hay otro camino posible: