Existen libros que instruyen, otros que defienden causas; existen libros que acusan y denuncian, otros que ofecen curas o la salvación. Un diálogo filosófico no pide que se concuerde con él ni pretende mostrar el camino. Planta la semilla de la duda y, cuando ella madura, recoge el fruto de la búsqueda y de la reflexión compartida. El conversar filosófico no es una vía rápida que liga un punto de la ciudad con otro, sino una alameda arbolada por donde se pasea placenteramente, un tanto sin rumbo, en compañía de ideas y nuevos amigos. Al final de paseo, no hay voctoriosos y derrotados. Hay el valioso reconocimiento del recorrido trazado, de las preguntas sin respuesta y de nuevos caminos a recorrer; la certeza imperturbable de que es necesario proseguir.