2 HORAS, 15 MINUTOS PARA EL FIN DEL MUNDO

Parejas que se pierden en el desierto, mujeres cuyos maridos llevan años en coma, sprinters en el corredor de la muerte, gente que no sabe si sueña o está siendo soñada, románticos desesperados que se encuentran prostitutas con cierto parecido a Julia Roberts, jóvenes que intentan superar el efecto 2000, ancianos que se pasan las tardes mirando volcanes en erupción, hijos que pierden a sus padres en Navidad, chicas que juzgan a sus amantes por lo que guardan en el frigo, paracaidistas que se tiran al vacío, pacientes que nunca aprendieron a bailar, hombres que se deshacen de las pertenencias de sus exnovias en Wallapop, amas de casa que fuman a escondidas o niños que crecen muy rápido. A los protagonistas de los 16 relatos que componen “2 horas, 15 minutos para el fin del mundo” se les acaba el tiempo para tomar decisiones, pero el tiempo nunca es mucho ni poco, solo es relativo. Un año de un perro equivale a siete de un humano, hay tortugas que viven doscientos años –¿para qué necesita tanto tiempo una tortuga?–, mariposas que solo viven un día y peces que, por mucho tiempo que vivan, apenas recuerdan lo que han hecho los últimos treinta segundos. Todo, todos somos efímeros y un día llegará el fin del mundo. No será dentro de 2 horas y 15 minutos que es lo que tardará, más o menos, en leer este libro –puede estar tranquilo, sus páginas no ocultan ninguna maldición–. Puede leerlo en orden, la lógica así lo indica, o de atrás hacia adelante, como hacen aquellos que empiezan los periódicos por el final. En ese caso, no se preocupe, no descubrirá quién es el asesino. Y también puede hacerlo saltando de un relato a otro, como si estuviese leyendo Rayuela –el sentido no cambia demasiado, ¿o quizás sí?, pero uno siempre tiene que aspirar a escribir como Cortázar–. También puede no hacerlo, por supuesto, pero en el caso de que lo haga, hágalo como si fuese la última cosa que fuese a hacer en la vida, como si el mundo se fuese a acabar dentro de 2 horas y 15 minutos.