A lo largo del siglo XVII, numerosas guerras enfrentaron Francia y España, lo cual modificó la relación de fuerzas entre ambas potencias. El reino de Francia, particularmente bajo la dirección de Luis XIV, se impuso políticamente y militarmente a una España cada vez más débil, que no daba una salida a su pluralidad institucional. Cataluña fue uno de los ejemplos más evidentes: jugó la carta de Francia contra Castilla en 1640 —revolución catalana— hasta que el 1659 —tratado de los Pirineos— España cedió el Rosellón y parte de la Cerdaña a Francia, aunque recuperó el control sobre el resto de Cataluña. Entre algunas de las consecuencias destacan: el exilio hacia Perpiñán de las autoridades políticas catalanas que más se habían comprometido e implicado en la guerra contra Castilla; la puesta en marcha de la administración francesa en el Rosellón; y el creciente sentimiento antifrancés en Cataluña. La implicación francesa en los problemas de Cataluña la proyectó de lleno en los asuntos europeos y provocó la afirmación de una identidad catalana definida según algunos criterios concretos (geográficos, políticos, jurídicos y sociales), ante una contraidentidad francesa, reforzada por la guerra y la presión militar constante a lo largo del tiempo.