¿Cómo asimilar el insondable dolor de una pérdida inesperada, injusta y abrumadora? ¿Cómo expresar lo inexpresable cuando la vida nos pone ante un trance tan devastador? Lo natural sería doblegarse por el abatimiento y la hondura de la pena. Lo natural sería abandonarse al llanto, sumirse en el silencio o acudir al grito de desgarro. Pero hay escritores que son capaces de convertir toda esa desolación en un puñado de palabras verdaderas («un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida»), capaces de extraer de su rabia una elegía y de arrebatar a la muerte de entre los dientes lo más hermoso de la vida que se lleva. Esa catarsis es la que se impuso Alfonso López Alfonso y el resultado es este libro sereno y conmovedor, que sigue los afligidos pasos de Jorge Manrique, Miguel Hernández o el Francisco Umbral de Mortal y rosa.