París, 26 de agosto de 1946El desfile de la victoria, y la desenfrenada fiesta en la que se había convertido, comenzaban a llegar a su fin. Embriagado por el vino francés, me senté sobre Iron-Knight para escribir una nueva carta. La luz del atardecer se reflejaba sobre el acero de la torre Eiffel a mi espalda. Una suave brisa mecía la verde hierba de los Campos de Marte, llevando a mis oídos el jolgorio de los parisinos que aún celebraban su liberación. No podía dejar de imaginar cuánto habría disfrutado Miri de esta fiesta.Entonces, su voz, portada por la brisa, volvió a mis oídos, susurrando mi nombre. Llevé la mirada al cielo, sintiendo que desde allí me llamaba. Tan solo una ilusión… Cerré los ojos, pensativo, echándola de menos como nunca antes, a los pies de la torre Eiffel, en el corazón de la ciudad del amor.Al devolver los ojos a mi carta, vi tras el papel a mi teniente.—Presentí que lo encontraría aquí, Philips —pronunció, encaramándose al tanque.—Ya sabe: una carta diaria. No puedo fallar, ya sea por la guerra o fiesta alguna.—Debería disfrutar estos momentos; quizá sea el último —sugirió, sin conseguir que levantase la cabeza de la carta—. Philips, ¿en qué demonios pensaba? ¿Qué lo llevó a cometer esta locura?—He cometido demasiadas, Hunter.—Sabe a lo que me refiero: a la que lo comenzó todo.Sin querer responder a esa pregunta, pero sabiendo que debía hacerlo, firmé la carta terminada y la guardé bajo mi casco antes de mirar fijamente a Hunter.—Lo cierto es que… no pensaba. Debí haberme quedado allí, con ella. Pero tan solo era un estúpido niñato, incapaz de entender lo que realmente significa ser un héroe. Tuve que cometer la mayor de las locuras para entenderlo: para entender que tan solo necesitaba abrazarla una vez más. ¿Sabe por qué sigo escribiendo? —pregunté, agitando mi pluma—. No solo porque sienta que al dejar Chicago rompí nuestra promesa de amor eterno, negándome ahora a romper la de enviar una carta cada día… no… lo hago para evitar que otros cometan la misma locura que yo. Lo hago sabiendo que, si consigo salvar a un solo enamorado de este infierno, todas estas cartas habrán valido la pena.Hunter, asintiendo con una pequeña sonrisa en el rostro, bajó del tanque con un hábil salto, mientras yo llevaba la pluma a mi casco.—Amén, Philips —rezó, llevando su mirada al mismo punto del firmamento en el que creí oír a Madeleine. —Vamos, debemos partir. Aún nos queda un largo camino hasta Berlín.