LOS INNOMBRABLES: CICLO CERO

Cuando se tiene la suerte que tiene nuestro trío de innombrables —tener casa, comida y lavandería por cuenta del Gobierno de los Estados Unidos de América—, es una desgracia tener que abandonar el calabozo cómodo y calentito por una tontería como el final de la guerra mundial y tener que empezar a ganarse los donuts de cada día abriendo una agencia de detectives privados, cuyo primer cliente será el director del FBI en persona, que quiere que se investigue el intento de asesinato del gobernador de Nueva York que él mismo ha planeado.
Y qué fastidio es tener que ponerse después a buscar, por los húmedos y pantanosos senderos de Borneo, en compañía de un oficial y su esclavo amigo, y a merced de una secretaria ninfómana y una tribu de reductores de cabeza, los restos de una superfortaleza volante B-29 que se ha estrellado con su carga atómica, ocupada por una tripulación formada por aviadores desertores y cobardes —y un maremagno de gallinas irritantes —, y soportar los ataques de una horda de zombis japoneses tirando caníbales por las noches.
¡Menos mal que entonces aparece Raoul, una adorable cerdita que se convertirá en miembro de pleno derecho de esta alegre pandilla de iconoclastas innombrables!
¡Rayos! ¿Y qué pinta Chuck Willis en todo esto?