¿Puede haber algo peor en la vida de una mujer que el dolor ocasionado por la acción canalla, propia de una violación?
Tal vez si; pero seguro que no quedaría lejos el sufrimiento que, igualmente, experimenta, al sentirse impotente para evitar la acción depravada de la bestia. Ni qué decir, la posterior humillación que arrastra tras de sí, después de satisfacer el macho su instinto lascivo.
Y, si a todo este le añadimos, el lugar en el que se produjo la acción cobarde, objeto de esta historia, en tiempos en que la futura madre era centro especial de todas las dudas, entonces, pues, el dolor, difícil de describir, al que se añadiría, con el devenir de los días, la incomprensión, por parte de una sociedad puritana, en la que el macho culpable, en nada obligado a replicar, hizo recaer sobre su víctima el resultado de la acción funesta, al no poder dejarlo escapar, con ayuda interesada, en la clandestinidad, al faltarle lo más elemental; ya que, su única posesión, la decencia, a poco podía contribuir, salvo a sacarlo a la luz nueve meses después, bien que a su pesar.