Nuestro mundo ha perdido el apetito de sentido. De hecho, ya no sabría metabolizarlo, digerirlo, fortalecerse con él. El sentido es sospechoso de labilidad, hermetismo, flojera vital, narcisismo, connivencia con las sombras, desbordamiento. La poesía ya no puede luchar contra eso, pero tampoco debe resignarse a la insignificancia, es decir, a mimetizarse con lo irrelevante y lo esclerotizado. Ana Becciú, en este libro, dice lo poco que aún cabe en las palabras, esos pedazos que, en varios de sus poemas, se alzan para reivindicar la escasez (la semántica y la simbólica entre otras) como centro de irradiación y de verificación de lo real. La brizna, el baldío, un yo roto, un parque, el aire, un ramo de flores, Orfeo, Mallarmé, el pliegue: sujetos de clausura: sujetos que se clausuran o se encierran en los mínimos recintos donde el sentido aún no ha sido asfixiado (o vomitado) y, con cierta timidez hermenéutica, se atreven a probarse ideas e imágenes preservándolas de su desaparición definitiva. Y esos recintos o claustros tienen un nombre: No, que es el término más usado en el libro (en setenta ocasiones si no sumamos los "ni", "nada", "nadie" o negaciones similares) y que, por ello, tiene una importancia sustantiva como detonador, como agente emboscado, y como señal del sender