La decisión de editar ambas obras, «Tan largo me lo fiáis» y «Deste agua no beberé», en el mismo volumen asume la hipótesis de que las dos pueden ser obra del mismo autor, Andrés de Claramonte, y dado que ambas fueron representadas en 1617, su contenido puede apuntar a una intención consciente de crítica social y política: la denuncia de un tipo de monarca que es incapaz de administrar la justicia. Al mismo tiempo, en cuanto a estructuras formales de índole estética, las características principales de ambas obras son homogéneas, es decir, revelan el mismo sistema estilístico general: selección de formas estróficas, esquema de construcción de personajes, diseño de articulación de conflictos, estrategias de composición de unidades y formas de construcción dramática. La edición que presentamos está, pues, pensada para ofrecer una visión conjunta de ambas obras, en la que se ponga de manifiesto que a «Tan largo» le corresponde el mérito de haber creado el mito de Don Juan, y que «Deste agua» se lea como una obra autónoma, a partir de la cual se puede evaluar la categoría estética de su autor.
Las referencias a Pedro el Cruel o el Justiciero aparecen en los primeros romanceros, en los poetas y dramaturgos del Siglo de Oro e incluso entre los románticos (véase la obra 'Blanca de Borbón' de Espronceda). Pedro el Cruel repudió a su legítima esposa, doña Blanca de Borbón, de la dinastía Valois, tras conocer que no recibiría la dote pactada. Más tarde la encerró en un castillo hasta la muerte de ésta mientras él se gozaba de su amante predilecta, doña María de Padilla. Su reinado fue interrrumpido por su medio hermano, el infante don Enrique de Trastámara.
Teodora era una mujer casada que vivía en Egipto. Un joven enamorado de ella recurrió a una hechicera que con pócimas y palabras la sedujo. Tras el incidente la santa tomó ropas de hombre, entró en un monasterio y haciéndose llamar Teodoro admiró a todos con su devoción. Poco después una ventera del lugar la acusó de ser el padre del hijo que había tenido con un viajero. Y, sorprendentemente, Teodora aceptó la paternidad del niño, abandonó expulsada el convento, y cuidó de la criatura como si de su hijo se tratase. Pasados unos años, suplicó de nuevo la entrada en el monasterio donde fue admitida con la condición de no abandonar nunca su celda. Sólo tras su muerte se descubrió que era una mujer. Se cuenta que el niño que Teodora cuidó llegó con el tiempo a ser abad del monasterio.