Hay ocasiones en que lo normal y lo excepcional diluyen de tal forma sus contornos que resulta complicado establecer una clara diferenciación entre ambos. En este sentido, el 11 de septiembre de 2001 y las politicas surgidas a partir del mismo han supuesto una clave fundamental para comprender que ahora nos encontramos en una de esas ocasiones. Parece que estamos en un momento en el que la excepcionalidad, justificada como el camino necesario para alcanzar la seguridad, se ha impuesto como el modelo que condiciona los derechos, las lecturas que hagamos de los mismos y de las realidades en las que se desarrollan. Una posible explicacion a esto reside en que nuestras sociedades se automedican para salir de las crisis de ansiedad que les provoca la perdida de referencias estables, la consciencia de que ya no se pueden alcanzar certidumbres absolutas. En este sentido, resulta ya casi un lugar comun en los trabajos sobre cuestiones sociales, politicas o juridicas, la afirmacion de que nos encontramos en un tiempo confuso, convulso o, cuando menos, un tiempo en el que el ritmo de los cambios, a la vez que la perdida de referencias, nos obligan a cohabitar con dudas y perplejidades. De esta forma, parece que en el contexto actual tenemos autenticos problemas para manejar la relacion pasado-presente-futuro y, especialmente, para aprender a convivir con algo que resulta innato a la naturaleza humana, la fragilidad. Esta provoca incertidumbre y a ella respondemos con actuaciones y tratamientos que, lejos de asumir la complejidad de la situacion actual, acaban resolviendo la lectura del futuro en una negacion del mismo y en una especie de reivindicacion de lo inmediato como lo unico valido.