Alumbramiento del sentido —epifanía, pues, de la visión y la audición del mundo, pero también de la razón como su crítica más pura—, el poema precisa de la medianoche, sin embargo, para poder nacer a una conciencia meridiana de lenguaje: depende del misterio para esclarecerse y esclarecer “la demasiada luz” (Eliseo Diego) de una naturaleza vista, oída y razonada que, de tan radiante y cegadora, a veces nos oculta lo real tras de sí. “La naturaleza es tan verdaderamente bella como buena y razonable —escribió Emerson—, se manifiesta de forma tan espontánea pero puede ser creada artificialmente como fruto de un aprendizaje estético.” En la poesía de Tomás Calvillo Unna, el mar, el tiempo o el amor, lugares comunes, ideales y concretos de aquel alumbramiento; grandes temas que, dada su infinita extensión, aún aguardan otros libros, naturalmente responden a un acabado aprendizaje estético, impartido por el enigma. Como asistiendo al nacimiento de lo dicho —lo que está por decirse—, cada poema de Calvillo emprende con demorada sorpresa “la travesía [que] se inicia con un secreto, / en secreto, / como la luna llega en oros...” Figuración de lo dado, revelación de lo posible, El fondo de las cosas de Calvillo no podía sino ser “cartas nocturnas, fuegos, / trazos de una corazonada”.