La actividad cerebral produce una experiencia subjetiva de identidad, el proceso consciente de unidad, de ser uno mismo en el tiempo y el espacio. Esa experiencia, que también podríamos denominar el yo, tiene género. Esto es así porque la consciencia se forma a partir de la percepción, consciente y no consciente, de nuestro propio cuerpo y su relación con el espacio y con otros cuerpos. Pero el cuerpo no se percibe y auto representa en nuestro cerebro de una forma neutra, sino que lo hace con todos sus atributos físicos, entre los que sobresalen los genitales y la forma femenina o masculina del mismo. Es, por tanto, una identidad con género. En nuestros trabajos en la literatura científica lo hemos denominado en inglés gendered self, de difícil traducción al español. Hay que inventar una palabra, una identidad generificada, un yo generificado.
El concepto de identidad es nuclear para comprender la naturaleza humana. No es una función más entre muchas, sino que está en la génesis de todas las conductas, lo que les proporciona unidad y coherencia. Es el yo que permanece a lo largo de la vida. Un yo, que impide que nos confundamos con los objetos animados e inanimados que nos rodean. Pensamos que no se puede hablar de la identidad, del yo, sin referencia al género.
Como veremos a lo largo del libro, es altamente improbable que la formación de la identidad de género, del yo generificado, sea una función sin un fuerte asentamiento biológico, porque se sitúa como piedra angular de la supervivencia de nuestra especie que, al igual que el resto de los mamíferos, se reproduce sexualmente y precisa de la interacción de dos sexos. Este hecho nos conduce indefectiblemente a la diferenciación sexual del organismo, incluido el cerebro.