La arquitectura ha nacido, crecido y desarrollado en la línea limítrofe de la materia y el aire, ahí han estado sus aciertos y desengaños, plagando la tierra de un código hermético que ha ocultado el conocimiento, como si se hubiera perdido la estela del conquistador, olvidado en la distancia. Se han creado abismos e infinitos. Abismos donde sin duda llega el aire e infinitos donde para que lo sean tiene que llegar la materia. Desde unos llegaremos a los otros. Ese es el cometido.
Probablemente es ésta la palabra que mejor define la relación de Teresa de Jesús con el arte, ya sea éste escrito, esculpido o proyectado. El proyecto del Teresianum va más allá de las utilitas vitruviana y tiene como objeto la belleza en sí misma, al construir el espacio del tránsito místico del espacio de la Tierra al espacio del Cielo. Tarea nada fácil. Para ello Ramos Abengózar realiza un proyecto recurriendo a los invariantes de la arquitectura: la materia y la luz. La primera constituye las moradas iniciales expresando la gravedad y el peso que representa el cuerpo de un hombre universal, con las dificultades propias para desprenderse de lo terrenal; mientras que según se realiza la ascensión por las moradas, como quien lo hace al Monte Carmelo, la materia pierde su intensidad para dejar paso a la ingravidez de la luz.
La arquitectura ha nacido, crecido y desarrollado en la línea limítrofe de la materia y el aire, ahí han estado sus aciertos y desengaños, plagando la tierra de un código hermético que ha ocultado el conocimiento, como si se hubieran perdido la estela del conquistador, olvidado en la distancia. Se han creado abismos e infinitos. Abismos donde sin duda llega el aire e infinitos donde para que lo sean tiene que llegar la materia. Desde unos llegaremos a los otros. Ese es el cometido.