En La inteligencia de una máquina, de 1946, Jean Epstein se sumerge, con luminosa videncia, en los humos y oscuridades del cinematógrafo, esa invención diabólica llamada a conmover los cimientos perceptivos, afectivos y mentales del mundo. Para quien sin duda fue el mas filosofo de los cineastas, se trataba de descubrir, bajo la capa externa del espectaculo, una capa esencial y por asi decir neutra del instrumento y de su funcion inherente. Una pregunta central parece moverlo: ¿puede considerarse al cinematografo, y en general a la maquina, como un individuo en si mismo, capaz de desarrollar un psiquismo relativamente independiente? Su respuesta, asombrosa, prefigura todos los pensamientos posteriores acerca de la individuacion de las maquinas. La ley del numero y del movimiento, el axioma de que la cantidad es madre de la cualidad, y un relativismo absoluto donde el espacio, el tiempo y la causa son solo cortes moviles de flujos en interaccion universal, conforman un perspectivismo radical que opera el prodigio. Asi, la complejidad de los ensambles inconscientes devienen un esbozo de conciencia. Asi, lo imaginario, cuatro veces combinado con lo imaginario, deviene lo real, y una multiplicacion suficiente de lo falso tiende a producir lo verdadero. Asi, la vida misma deviene funcion de un ritmo temporal: el cristal se pone a vegetar, las plantas se animalizan. En esta atmosfera de sueño, de irrealismo, en este anti-universo, emerge una anti-logica, o mas bien una anti-filosofia, que realiza la funcion neutra e inherente, la formula implicita que parece trabajar de modo subyacente todo lo que vive. Pero para eso, dice Epstein, hace falta la constitucion del operador encargado de hacer trabajar la formula, es decir del aparato pensante, sea humano o inhumano.
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