En esta serie, a partir de tres años, encontramos situaciones domésticas en las que aparece la fantasía como un elemento fundamental en la relación que Nico establece con sus juguetes.
Son las "tres gracias" que el viajero busca con mayor interés en una ciudad: una densa historia que haya acumulado a través del tiempo bellos ejemplos monumentales, interesantes museos, obras de arte, leyendas... Singularidad inconfundible, es decir, tipismo; y plasticidad ambiental, es decir, pintoresquismo. Cuenca cumple con el requisito al conjugar estas tres gracias concedidas por el hombre y la naturaleza porque desde fuera es paisaje típico y pintoresco y una vez dentro densa monumentalidad. La Cuenca histórica, antigua, se encarama en una alta plataforma rocosa abrazada por las hoces de dos ríos, el Júcar y su afluente el Huécar que forman a sus pies dos pequeños valles naturales de cambiante colorido vegetal según las estaciones.Al asomarnos a los numerosos balcones que circundan la ciudad vieja siempre la mirada se despeña: hacia el Huécar y su hoz, hacia el Júcar y la suya. La primera es una continua huerta encajonada allá abajo en la que se dibuja el fino trazo, como un garabato azulado, del breve río que, un poco más allá, llevará su hilo de agua al Júcar. Éste es más esquivo a la vista vertical porque es más frondoso, de árboles esbeltos, de juncos y musgos roquerizos que nos envían su frescor cuando en el verano a él nos asomamos desde la altura de la ciudad. Y éstas son las dos maneras de mirar Cuenca: de abajo arriba y de arriba abajo. No hay más formas, porque dentro, en sus calles, no hay horizontal ya que sólo son cuestas y sinuosidades.Los ríos Júcar y Huécar han tallado una plataforma rocosa sobre la que se asienta, y se desborda colgante en los precipicios, la ciudad de Cuenca.En plena serranía, rodeada de una naturaleza sembrada de coníferas, con impresionantes parajes fantásticos originados por la erosión, esta bella ciudad alberga un rico patrimonio histórico-artístico digno de conocer.
Estos dos elementos se han combinado de tal manera que hoy el país trasciende el cliché. No queda prácticamente nada de los amerindios y los sucesivos colonizadores fueron dejando huella. Los españoles construyeron magníficos palacios e iglesias, los británicos planificaron el centro de La Habana y los esclavos africanos trajeron su cultura, cultura que sigue siendo el ritmo vital de la Cuba moderna. El aislamiento en que ha vivido durante la presencia de Fidel Castro está desapareciendo y cada vez apetece más conocer no sólo la interesante mezcla histórica que constituye la población cubana sino también la arquitectura y el clima, con sus días largos y soleados, perfectos para disfrutar de las playas o de los maravillosos paisajes caribeños.Al aterrizar en La Habana se tiene la impresión de haber llegado a una ciudad recién bombardeada. El deterioro de algunos barrios, la amenaza de ruina de bellas e inmensas mansiones y los mordiscos que el paso del tiempo y la falta de recursos dieron al Malecón, provocan la sorpresa del viajero. Pero, en contra de esa primera decepción, surge una atrayente atmósfera difícil de definir, que de inmediato hace posible el disfrute de la belleza de la ciudad más allá de la heridas causadas por las restricciones que padece.La Habana es un enjambre bullicioso que se pega en el alma de quien la visita, algo que busca siempre el que vuelve a Cuba. Bellos mulatos e impresionantes mulatas, rasgos orientales aquí e ibéricos allá, encantadores ancianos de apacible sonrisa, pillos en busca del dólar, escolares sonrientes y uniformados a la salida de las escuelas... forman una suerte de crisol de todos los colores que habla de una identidad forjada a base de pacíficos mestizajes.