El conocimiento de la naturaleza es siempre un conocimiento sometido a mediaciones. En nuestras concepciones de la naturaleza se concretan inevitablemente –es verdad– mediaciones culturales, lingüíst
No cabe hurtar a la matemática de Apolonio o Euclides, a la hidrostática de Arquímedes, a la geografía de Eratóstenes, a la biología de Aristóteles o a la astronomía de Hiparco el calificativo de empeños científicos. Por ello, es comprensible que Euclides sea un interlocutor para Lobachevsky o Bolyai, que Arquímedes lo sea para Galileo, que Ptolomeo lo sea para Copérnico y que Erasístrato y Galeno lo sean para Vesalio o Harvey. El quinto postulado de la geometría euclidiana, el papel del principio de Arquímedes en la ley de caída de los graves, la consistencia del punto ecuante en la astronomía geométrica o la comunicación de los sistemas venoso y arterial en fisiología obligaron a los científicos de la Edad Moderna y Contemporánea a mirar a la antigua Grecia y a establecer un diálogo —por encima de los siglos— con sus predecesores griegos. Pensada tanto para el amante de las Ciencias como de las Humanidades, la presente obra tiene como potenciales destinatarios a quienes —desde una formación general o a partir de los conocimientos especializados del científico, del historiador, del filólogo o del filósofo— deseen acercarse a los orígenes del conocimiento científico y técnico, a sus relaciones con la Filosofía o a su desarrollo en el seno de la cultura helénica.
En la presente obra son analizadas algunas de las teorías de la vida que el pensamiento occidental ha producido desde los filósofos pitagóricos hasta Darwin. El lector no tiene en sus manos, sin embargo, una historia de la biología. Lo que se ensaya es una presentación de las concepciones en torno a la vida que toma como guía tres soluciones al problema de la organización biológica: la ofrecida por la biología sustancialista del sistema aristotélico-galénico; la brindada por la biología geométrica a la que se entregaron Descartes, Borelli, Stenon o Baglivi; y, finalmente, la alcanzada por los biólogos y naturalistas cuando el papel del tiempo –como orden en el encadenamiento de los procesos fisiológicos o como condición de las transformaciones en la filogenia– empezó a ser percibido con claridad.