En homenaje a la Alejandra Pizarnik convocada por su título, este libro también habría podido empezar así: «nerea nerea / debajo estoy yo / nerea». La poesía de Nerea Garrán no da tregua al lector, explora el otro lado del espejo, ve en la oscuridad (el suyo es un verso-lechuza). Uno de sus símbolos recurrentes es la casa, como extensión de una identidad que se repliega y se contrae sobre sí misma. En ese repliegue aparecen infancias resonantes y la canción de los muertos ?su memoria?, que no dejan de hablarnos. Los dones que entrega la soledad son ambiguos: amenazan en forma de bestiarios nocturnos, señalan abismos y pavores, pero también procuran alimento, fortaleza y goce. Por eso, frente a la imagen de la cierva herida (recordemos a Dido o Frida Kahlo), aparece otra voz enérgica que blande muecas de ironía contra las leyes que la azuzan y persiguen. No para sanar, sino por desesperación se escribe y en defensa propia, obedeciendo a un ciego impulso, a un no saber que invade. José Antonio Llera